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A un matrimonio sin hijos que vivía trabajosamente de hacer carbón no pasaba un solo día sin tener alguna gresca. Lo que generalmente no sucede, el marido era la causa de las riñas de aquella casuca. Sin embargo, no se encaraba con la mujer ni por perezosa (pues era diligentísima), ni por borracha (el agua, ni antiguamente, emborrachaba a nadie), ni por habladora. Con ocasión de unas misiones, se le metió al marido que una mujer, la primera, fue la causa de todas las desgracias del mundo: aflicciones y trabajos, hambre y sed, enfermedad y muertes. Raros eran los días en los que no se mencionara siete veces el nombre de Eva en aquella casa.

-Si yo hubiera sido el Angel exterminador, le hubiera muerto a ella y se acabó. ¡Mujer había de ser para cosa buena!

Las más de las veces no replicaba la mujer al carbonero. A veces, sin embargo, no le dejaba sin contestación.

-Eva, esa Eva dichosa e infeliz, también lo era tu madre. Si ella hubiera estado sola no hubiera pecado aquélla. ¡Pero allí le tenía al calzonazos, allí le tenía a Adán, y sabido! La una, curiosita; el otro, comilón, glotón, insaciable; y entre los dos se comieron la manzana, hasta con pellejo.

En uno de estos altercados, diciendo uno y respondiendo la otra barajando los nombres de Adan y Eva, se les presentó un rey cazador junto a la carbonera. Al enterarse de los motivos de sus acaloradas disputas, les dijo:

-Venid, cuitados, a vivir a mi palacio.

Llenos de vergüenza, pero también alegres, iban ambos en pos del rey, pian pianito. En cuanto penetraron en palacio, haciéndoles vestir recién hechos y hermosos vestidos, les puso a su disposición habitaciones, oficinas y comedores que parecían soñados. Con todo, el rey ordenó que se guardasen cuidadosamente sus vestidos viejos y ahumados. Para su solaz les señaló un espacio ancho y vistoso admirablemente adornado de árboles bravíos, flores y árboles frutales, en un hermoso jardín sin límites, que correspondía al palacio.

En sus múltiples conversaciones, más de una vez dijo esto el esposo a la esposa:

-Cuántas veces, María, te he molestado por causa de Eva? Pero gracias a mi insistencia estamos en posesión de lo que queremos. De lo contrario, ¿qué? en estos momentos nos encontraríamos, yo soplando la pira de leña, y tú al puchero sin carne.

Les hizo el rey tres o cuatro visitas y, como era natural, cada vez les encontraba a sus protegidos más contentos y más admirados de su suerte.

Una vez, después de llamar a la puerta, se les introdujo un criado de palacio, trayendo en el sobaco una cajita de madera fina.

-El rey, mi amo, os dice que tengáis en su nombre esta hermosa cajita pero con la condición de que no la abráis nunca, pues, de lo contrario, perderéis la felicidad.

Después de dejar en una banqueta lo que trajo, se marchó el criado tras de hacer tres inclinaciones de cabeza.

Lo primero que le ocurrió a la esposa fue: ¿qué contendrá? Cuando, después de considerar largamente este pensamiento, se lo manifestó al esposo, le contestó éste:

-Ten cuidado, María, ni siquiera le toques a esa cosa.

Pasó de alguna manera el primer día sin saber lo que contenía la cajita. Para cuando amaneció el día siguiente, aun antes de peinarse, se arrimo la esposa a la caja y, levantándola pausadamente con las dos manos:

-Pedro -le dijo a su consorte-, es muy linda, ¿qué contendrá?

-Luego, María, ten cuidado; de lo contrario...

-Pedro, abriré solamente como para que entre la luz.

-Que no.

-Nadie lo sabrá.

-Si te me acerco...

A media mañana, después de almorzar opíparamente, cuando pa¬seaban en el jardín, como los grandes señorones, unas veces para acá y otras para allá, pausada y gentilmente, la esposa nuevamente le recordó la caja. A fuerza de decir, le

-convenció a Pedro: el uno la abrirla a tientas, justamente para entrar un hilito de luz, mientras el otro mirase atentamente dentro.

-Pedro, agárrale tú.

-María, yo no puedo; prefiero amontonar una pira de leña, como antiguamente. Todo lo que soy estoy temblando.

-Enclenque, tímido, no eres hombre. Yo la abriré a empujoncitos, llevándola a mayor claridad.

En cuanto María descubrió la caja, haciendo chirrist, salió un diminuto ratoncito rabilargo y metiéndose en el matorral, se les ocultó. Allí se vieron los apuros del matrimonio, queriendo cazar la alimaña. El rey estaba arriba, espiando. En una de éstas, cuando el rey les tosió ligeramente, quedaron pálidos y descoloridos, mirando a él.

-¿En qué os ocupáis con tanta diligencia?

-Señor -contestó al fin la esposa con voz apagada-, los que están desocupados, tienen que ocuparse en algo y...

Cuando el rey, desde la ventana penetró al interior, Pedro dijo en voz baja a María:

-Estamos perdidos.

En seguida se les acercó el rey. Lo primero que hizo fue coger la caja en la mano y abrirla.

-¿Dónde está el muchachito de dentro? -les preguntó.

Pedro, callando... María, no pudiendo hablar.

-¿Dónde tenéis a mi lindo ratoncito?

-Señor, no es mía la culpa. Mi esposa, curiosa, deseosa de saber...

-Eva, siempre Eva -le dijo el rey a María.

Y luego a Pedro:

-Y Adán, siempre Adán.

Sin más, salió el rey: al momento entró el empleado de marras, el criado que trajo el ratón.

-El rey, mi amo, me ha dicho que traiga vuestros viejos vestidos. Vestíos con ellos e idos a vuestra casa por donde vinisteis.

Y aquel marido y mujer, vestidos de andrajos, pasaron sus días, hasta morir, en dar fuego a piras de leña.

Mercedes N., de Garay.